El gorrión (o echar de menos algo)

Domingo 29 de mayo. Apenas volviendo a la «normalidad» después de nuestro viaje. El refri estaba vacío, así que a hacer el «mandado» para comer sano en casa. Ayer, con lo que tenía, hice un caldo de res y verduras, desayunamos huevos con salsa y puse a cocer frijoles negros. Hoy hemos hecho una ensalada y un filete de carne. Nos sentamos a comer, mientras los pájaros vuelven a acercarse, ya que mi esposo Carlos les puso su comida; los vemos flacos. Los cactus han crecido y el arbusto de un fruto que no sé que es está lleno de hojas. Mientras comemos nos sinceramos: sí, es bueno volver, pero no tan bueno… Está mi familia, a la que no he visto; solo mi sobrino querido. Mientras comemos nuestro pensamiento vuela, muy lejos, a donde anduvimos. ¿Le pasa a todos los viajeros? Sí, es lo más probable. Echamos de menos estar en lugares seguros, salir a caminar, esperando las sorpresas, la cámara lista para captar lo que el ojo es capaz de ver. Y mientras comemos, recordamos a los personajes que nos dejaron algo: la pareja española en Cork, quienes venían de un crucero y pensaban hacer una vuelta al mundo en cuatro meses; el señor de Egipto, con secuelas de un accidente vascular cerebral y su hija, quienes se habían arriesgado a viajar, y que se alegraron de que fuéramos mexicanos. La pareja de Texas, que conocimos en el tren de Dublin a Belfast, que reían con las ocurrencias de Carlos y que dejaron de ver a su hijo por casi un año, durante la pandemia y ahora viajaban en un encuentro divertido. Recordamos a la maravillosa chef Meredith Miller Elliott, a quien conocimos en el concierto de Chopin, y que vino a Polonia a cocinar para los refugiados. Recuerdo mis lágrimas y su abrazo muy fuerte. Recuerdo al chef en Varsovia, que se molestó cuando Carlos preguntó si un platillo tenía queso, pero al final nos invitó a pasar a su cocina donde nos tomamos fotos. Recuerdo a la señora de un museo en Varsovia, que trataba de hablar castellano, y fue tan amable que nos dijo muchas cosas que no se dicen a turistas. O la chica de una tienda en Berlin, que me mostró una pieza increíble, que terminé comprando, porque me contó la historia, la carga emocional del diseñador, un tipo con un problema de atención y que no entendía nada en la escuela; es una pieza maravillosa y cuando supo que la compré por lo que ella me supo transmitir, se emocionó. Recuerdo al señor en en Dead Chicken Alley, que se sentó a un lado de nosotros y me habló sobre la selva negra, y el lago Constanza, que tendré que ver con mis propios ojos. Recuerdo al tipo rudo en Colmar, que atendía el bar donde llegamos a tomar una cerveza, y al final nos dijo: la última yo la invito. Este viaje está lleno de gente, pero solo tú y yo, Carlos, que soportamos presiones, momentos incómodos… y al final creo que somos, sin lugar a dudas, los viajeros eternos. Ya planificando el próximo…