La Docencia, los exámenes y mis músculos doloridos.

Me fui por tres días a la ciudad de Cuernavaca, para iniciar el primer módulo del Diplomado en Terapia Neural del CCME-ISIENA. Seguro mucha gente se preguntará qué es eso. Hablaré después del tema, ya que haya entrado de lleno al curso. Para poder ingresar tuvimos que tomar un curso de RCP (Reanimación) de dos días de duración.
Por principio de cuentas, llegué al lugar del curso. Apenas iniciado, nos aplicaron un examen en el que, obviamente, tenía muchas dudas de las respuestas; nunca había tenido un curso formal de reanimación en paro cardiorespiratorio. Después vinieron las clases teóricas. Debo decir que el anestesiólogo y el socorrista que dictaron la clase son expertos. Además, las diapositivas, videos explicativos, reafirmación de conocimientos y resolver dudas que iban surgiendo, me hicieron sentir verdaderamente entusiasmada. Luego, cuando vinieron las prácticas con modelos de plástico, me sentía sumamente estresada.
El primer día solo tuvimos 15 minutos para un café y otros tantos para deglutir rápidamente dos pedazos de pizza. Se nos aclaró que la evaluación iba a ser tremenda: grupal, en parejas e individual, además de reaplicar el primer examen escrito.
El segundo día fue terrible: ni tiempo para café, y menos para comer. Tumbados en el suelo, hicimos prácticas hasta el cansancio, cada vez que uno de nosotros se equivocaba, volvíamos a repetir toda la rutina. Por momentos, yo sentía que me iba a desmayar. El socorrista empezó a gritarnos y a meternos presión como en un campo militar. En una de esas dijo muy fuerte: «¡Debería darles vergüenza, su paciente ya murió, está en paro y ustedes se ríen!! ¡¿qué pasa?! ¡O no entienden o su instructor no sirve!!» Me salió del alma decirle: «No nos reímos porque no tomemos en serio las cosas, es por nervios y estrés. La verdad, deberías ver si tu método es el adecuado. Creo que como doctores sabemos manejar estrés, ¡esto de gritarnos y denostarnos es para un campo militar!!» Mis compañeros se pusieron serios. El instructor, al que luego se le sumó el Doctor, dijo: «¡Ahora vemos quién va tomando el liderazgo!» Pensé para mis adentros «¡Ya valió, Silvia! ¿Cuándo aprenderás a quedarte callada y dejar de abogar por los demás?!»
El instructor agregó «¡Este es precisamente el ejercicio para que ustedes aprendan a pensar bajo presión, que se organicen y demuestren liderazgo con su equipo!»
Continuamos haciendo otras prácticas, posteriormente la evaluación en grupo y luego la individual. ¡Uy! debo decir que mis manos temblaban de tanto aplicar masaje cardíaco al mono de plástico. Mis movimientos eran tan torpes que me preocupaba. Pero, finalmente terminamos.
Y luego, el examen —que seguro había reprobado al inicio—. Esta vez contesté rápido y segura. Me sentí complacida de ver todo lo que había aprendido a punta de ayuno, repaso y repaso.
Uno aprende con la teoría, pero, sobre todo, cuando aplica lo aprendido.
Al final, y cuando todo mundo se había ido despavorido después de un curso de reanimación de 24 horas, les di la mano a los dos maestros y les dije: «Gracias, lo que aprendí tiene un valor tremendo. Si alguna vez me veo en la situación de actuar, sé que puedo hacerlo y quizás pueda salvar una vida.»
Más allá de todo, y ya que en algunas ocasiones me atrevo a enseñar, he aprendido mucho con esta experiencia. Cada quien tiene sus métodos, algunos son rudimentarios, arcaicos; otros más modernos y que funcionan muy bien. Algunos no saben evaluar, atorados en el Medioevo, allá ellos.
Yo pretendo ser de quienes saben que no puedes dar a leer a los alumnos rollos y rollos de teoría. ¿Cómo puedes formar criterio? Solamente con el intercambio de ideas, con métodos modernos, viendo y haciendo.
En fin, por lo pronto, me duelen las rodillas, me duelen los brazos, estoy fatigada pero muy, muy contenta.